Manos que atrapan tiernamente las palabras, las envuelven con su calidez y las hacen suyas. Manos que transmiten el entusiasmo de la aventura que comienza, la tensión por expresar cada latido, la emoción que se vive en silencio, mientras el alma joven, aún sin malear por la vida, da rienda suelta a la necesidad de volar muy alto y muy lejos sin más límites que los que ponen las palabras hechas personajes, lugares y nuevos descubrimientos. Manos que acarician la piel del libro para penetrar profundamente en su esencia. Así son las manos de mis lectores cuando se embelesan con la lectura y hacen suyas las historias que creé para ellos.
Hace unos días disfrutamos de la experiencia de compartir con dos niñas y un niño sus impresiones después de haber leído El secreto de Caaveiro. Solo os enseño sus manos en esta magnífica foto de Mariaje Sánchez. Quienes son no es lo que importa, lo fundamental es a quiénes representan. Portadores del sentir de otros adolescentes como ellos absorben el néctar de la vida con cada nueva lectura.
Fue una tarde hermosa, nos reímos, nos encontramos y soñamos juntos. Recibí sus palabras como la peregrina sedienta que encuentra una fuente en el camino, me contagiaron su alegría y su confianza a cambio tan solo de mis palabras vertidas en este libro, de seguirme por una ruta inexplorada y de llegar conmigo hasta el final de la historia.
Descubrimos tantas cosas que resulta difícil rememorar cada instante, lo atinado de sus preguntas y cómo con cada frase me mostraron la forma en que habían encontrado sentido a la lectura. Gracias a los tres y a todos esos lectores presentes y futuros que siempre caminan a mi lado. Espero que con El secreto de Caaveiro disfrutéis tanto como con mis anteriores novelas.
Feliz Navidad
