Todos los años el 16 de junio las calles de la ciudad rinden homenaje a James Joyce
A Ulises de James Joyce muchos lo califican como un libro para lectores avezados. Admito que no es una lectura fácil, pero qué aventura no entraña dificultades. Leer es un disfrute que va mucho más allá del mero entretenimiento. Joyce nos habla de personas como nosotros y de su deambular cotidiano, de la gran aventura que es vivir. Asuntos que nos conciernen a todos. Tardé tiempo en afrontar el reto de Ulises, pero los momentos vividos con su lectura me han compensado con creces.
De la mano de Leopold Bloom, su protagonista, —Poldy como a veces lo llama Molly, su mujer—, he recorrido Dublín, una ciudad que no conozco, pero con la lectura he vagado por sus calles —desde Sandymount en el sur hasta Glasnevin en el norte—, por sus pubs, cementerios, hospitales, bibliotecas y playas, acompañada del joven Stephen Dedalus y del coro de personajes que desfilan por las mil páginas de texto de Ulises.
Es posible que muchas cosas hayan cambiado en el Dublín actual en relación con el de los años veinte del siglo pasado, en el que transcurre la acción de este día en la vida del protagonista, pero tengo la sensación de que, con independencia de los cambios que se hayan operado en el paisaje urbano, el espíritu de la ciudad que recorre Bloom sigue latiendo actualmente y que cuando vaya a Dublín lo reconoceré. Transportarnos a conocer lugares que nunca hemos pisado es una de las funciones de la literatura.
Con él llegó el escándalo
Embarcarnos con Bloom en su aventura y convertirnos como él en modernos Ulises no es hacer turismo a la manera consumista actual, es emprender un viaje, en el que hasta su conclusión con el maravilloso monólogo de Molly Bloom se nos exige un esfuerzo. Por ejemplo, para lidiar con líneas y líneas de texto sin un solo signo de puntuación, una técnica que utiliza James Joyce en el último capítulo para emular el ritmo al que se suceden los pensamientos en el cerebro de Molly.
No es el único experimento narrativo, imagino el escándalo que debió de provocar esta novela en su momento. Abordar estas técnicas solo está a la altura de los genios como Joyce, de los verdaderos innovadores, cuyo talento el resto de los escritores tan solo podemos admirar y reconocer.
Son muy pocos los que han sabido seguir por esa senda y múltiples los imitadores que han fracasado en el intento y solo han conseguido alumbrar textos sin pies ni cabeza, aunque para justificarse, hablen de novelas que solo están al alcance de una élite. Afortunadamente, el tiempo es severo con las modas y los malos imitadores y sitúa a los clásicos en el lugar que merecen y al resto lo manda al infierno literario que es el olvido.
Joyce demuestra que un día en la vida de una persona corriente, un agente publicitario obsesionado por su mujer y la deriva de su matrimonio, atraído paternalmente por el joven poeta Dedalus, cuya inteligencia y cultura admira, puede convertirse en una aventura. Me admira como el autor nos introduce en los personajes a través del entorno físico y del estilo narrativo que usa en cada capítulo. Cada personaje se expresa en consonancia con su cultura y su extracción social. La ciudad de Dublín también se convierte en protagonista omnipresente en toda la novela.
Una gran sátira social
El capítulo inicial, en el que Joyce presenta a Stephen Dedalus es el más poético, la escena del perro en la playa a primera hora de la mañana logró transportarme a momentos vividos contemplando uno de esos perrillos que juega con las olas y caracolea al paso de los bañistas. Escuchaba el mar romper sobre la arena y casi sentía en la pituitaria el olor a salitre.
En otro capítulo el joven poeta hace gala, con la vanidad y la valentía propia de los veinte años, de sus conocimientos sobre Shakespeare, algo que más adelante, en el capítulo 10, suscita la crítica de uno de los personajes de esta aventura, Haynes, que dice que Stephen está chiflado y argumenta: “Shakespeare es el feliz coto de caza de todas las mentes que han perdido el equilibrio”.
Toda la novela es una gran sátira, en la que como lectores sentimos que el autor juega con nosotros, incluso ríe con sorna, y nos zarandea como hacen entre sí los compañeros de viaje de Leopold Bloom. Este personaje pacato y circunspecto tiene una vida interior muy compleja y nos revela los abismos de su alma en el capítulo de la calle de las prostitutas. Tengo que reconocer que este pasaje me parece el mejor de toda la novela.
Joyce nos mete en la deriva mental de Bloom, en sus elucubraciones y en sus imaginaciones, incluso en sus desvaríos. A través de sus deseos más ocultos comprendemos mejor al Bloom que antes de llegar a este capítulo de la novela contemplaba con deseo a la joven Gertry, cuando en la playa ella le dejaba entrever sus bragas, todo un fetiche para Poldy.
Joyce nos da una lección de maestro en un asunto, el erotismo y el sexo, en el que, por lo general, los escritores lidian peor que las escritoras. En cualquier caso, no soy amiga de generalizaciones ni de las ideas preconcebidas, así que ahí lo dejo.
Molly Bloom reivindica su derecho al placer y a la vida
Como en la Odisea, Ulises-Bloom vuelve a casa donde le espera Molly, una mujer muy distinta de Penélope. La esposa de Bloom es adúltera, sin que ello le preocupe demasiado, porque es una mujer que reivindica su derecho al placer y a la vida. Un personaje sólido, que a nadie debe extrañar que deslumbre a Bloom, y que parece que nos habla directamente a las mujeres del siglo XXI.
Joyce asegura que escribió su “novela-monstruo” con afán de perdurar mientras sus estudiosos y críticos interpretaban los múltiples significados que encierra cada capítulo y cada personaje.
Perdura, pero para mí lo hace porque, además de la ingeniosa construcción literaria de la novela que tardó en escribir siete años, es capaz de engancharnos a los que sin ser eruditos simplemente amamos los libros y disfrutamos aceptando los retos que nos ponen los genios.
Por cierto, para salir victoriosa de esta epopeya me ayudaron mucho los comentarios y la magnífica traducción que hizo J.M. Valverde para la edición de Lumen de 1976. El libro llevaba años en mi biblioteca aguardando a que yo perdiera el miedo a navegar y he vuelto de su lectura “como los hijos de la mar”, redimida porque los dioses me fueron propicios.
Foto: Antigua destilería de Jameson, fundada en 1780 ©Marian Carmena